¿Número de identidad? ¿Contraseña? Estas son las dos cuestiones que hay que contestar en voz alta en Venezuela si se adquiere algún artículo y se abona con tarjeta, desde un simple café o un trozo de pan, hasta un televisor, una prenda de ropa o una comida en un restaurante.
Esa contraseña de seguridad que las tarjetas tienen asociada, con la finalidad de impedir que cualquier persona que no sea el propietario pueda hacer uso ilícito de ellas, es de conocimiento público en el país, donde, además, se facilita el número del documento de identidad, un acto cotidiano que deja al usuario desprotegido ante cualquier intento de fraude o robo.
La razón de los vendedores para pedir el número de identificación personal (PIN, por sus siglas en inglés) es que se debe pulsar suave el punto de venta para evitar que se dañe y quede inutilizable, algo que -creen- no hacen de forma correcta sus clientes.
Esta peligrosa fórmula se ha convertido en un acto tan habitual, que nadie se fija en dar sus datos en cualquier sitio al cobrador, y delante de las personas que esperan en fila para pagar sus compras, como si fuera algo normal y la petición fuese legal.
El sistema, transformado ya en algo instintivo, solo se rompe cuando un extranjero llega al país y un desconocido le pide unos datos tan privados y personales. Es entonces cuando, excepcionalmente, el vendedor permite, a regañadientes, que sea el cliente quien introduzca su contraseña.
Un riesgo que surgió con la crisis Hace más de cinco años, cuando el dinero en efectivo empezó a faltar por causa de la devaluación desmedida del bolívar, los billetes que cualquiera llevaba en el bolsillo no bastaban para comprar ni una botella de agua, por lo que se generalizó el uso de la tarjeta, incluso para las compras más pequeñas.
Fue entonces cuando los puntos de venta se averiaban con frecuencia, lo que impedía, en muchos casos, que el comerciante pudiera seguir vendiendo, algo que también se convirtió en un problema, debido a la escasez de piezas para arreglar los aparatos, o de equipos para ser reemplazados por uno nuevo.
La crisis había llegado para quedarse y complicarlo todo.
Sin efectivo y sin ‘punto’, los comerciantes perdieron numerosas ventas y los clientes se quedaron sin el producto que necesitaban, aunque estuviera disponible en el establecimiento.
Aunque con menor frecuencia, esto sigue ocurriendo en varios comercios, especialmente en el interior del país, donde todavía existe el sistema de trueque como pago de productos.
El Gobierno tuvo que tolerar el uso cada vez mayor de divisas, sobre todo el dólar estadounidense, al que el presidente Nicolás Maduro llamaba «dólar criminal», debido a la escasez de bolívares y las fallas en los puntos de venta.
Sin embargo, esta era una opción solo para unos pocos y con muchos inconvenientes que se agravaron con la entrada de más divisas al país. El dólar se convirtió, de hecho, en el medio de pago y la referencia para poner los precios, a pesar del rechazo de Maduro hacia la moneda estadounidense.
El Gobierno tuvo que hacer tantas concesiones para evitar el colapso total del país, que incluso empezó a poner precios en dólares, empezando por el combustible que se vendía en las gasolineras estatales, que pasó, en 2020, de ser casi ‘gratis’ a 50 centavos de dólar por litro.
La divisa se extendió tanto, que Maduro reconoció que no podía detenerla, y autorizó, incluso, que los bancos venezolanos ofrecieran cuentas en dólares, aunque los usuarios que podían preferían tener sus ahorros en bancos extranjeros, desde donde podían hacer todo tipo de operaciones en línea, muy restringidas en los locales.
A pesar de los problemas que causaba el pago en divisa, como que los comercios no tenían cambio para devolver y había que comprar más productos para llegar al valor exacto del billete entregado, el dólar -y otras divisas, como el euro, que circulaban menos- ha evitado la quiebra de miles de negocios.
Para hacer frente a esta situación, el Gobierno implementó un sistema de pago móvil C2P -de Comercio a Persona- que los comercios usaban para completar por vía digital el cambio que no podían dar en efectivo.
Esta era una forma, además, de aumentar la «bolivarización» de los pagos, porque el consumidor que pagaba con dólares no recibía ese equivalente en divisas, sino en moneda local. Lo mismo pasaba con los comerciantes cuando cobraban con tarjetas contra cuentas en divisas abiertas en la banca nacional.
No obstante, cuando se pagaba en dólares, la compra se encarecía, ya que, a principios de 2022, el Gobierno creó el Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras (IGTF), que aumentaba en un 3 % el precio de cualquier producto pagado en divisa, por bajo que fuera su valor.
El nombre del impuesto podía confundir, por aludir a ‘grandes transacciones’, pero se aplicaba igual a una golosina de un dólar que a un producto de 100, 500 o 5.000 dólares. ¿La alternativa? Revelar la clave secreta.
Nadie parece ser consciente de los riesgos que implica esta práctica, como el robo de la tarjeta con la clave secreta anunciada a gritos. ¿Quién se hace cargo de los daños que pueda ocasionar esta práctica?
DL con información de BN